Un buen educador tiene la intuición de saber si lo que le está diciendo al
niño, lo que le recrimina, lo que le elogia, es auténtico o no. Tengo la
ventaja de estar dotado de este sentido primario. Lo sé.
Sé cuando toco las teclas correctas, cuando fluye la comunicación, cuando
repartes buenas cartas. Y sé cuando lo hago mal, porque
lo siento, porque lo que les dices es un reflejo de tu medida moral, de tu
perspectiva del mundo, de como te encuentras y en que punto estás. Cuando te
comunicas en clase, tienes un sentido arácnido, una bombilla que se enciende y
te avisa si articulas mensajes en una sola dirección, la de tu propio ego, si
abusas del piloto automático; cuando las cosas no fluyen y se rompe la
partitura.
Enseñar es un placer creativo, comunicativo, ¡mola!, y es también un
termómetro moral. Me da pena observar como hay educadores que no saben mirarse
al espejo mientras dan la clase. Otros nos vemos reflejados en lo que enseñamos
y como lo enseñamos. Luego intentamos tomar nota y hacer los deberes.